Luchando juntos para lograr que la vida de nuestros tesoros y familias, sea más fácil.


sábado, 30 de agosto de 2014

"Volver a casa sin tu bebé"

Emilio prematuro de 35 semanas, es un bebé feliz y sano que cuenta con un añito de vida. Su mamá Nuria, ha querido transmitirnos los largos días vividos de hospitalización en la unidad de Neonatos. 

Quiénes hemos vivido esta difícil experiencia sentimos cada frase del texto. La sensación de manos vacías al volver a casa es dura, pero no hay que bajar los brazos nunca, hay que luchar por ell@s, transmitiendo toda la energía que necesitan y sin olvidarnos de Sonreir ;-)

Gracias Nuria desde APREMEX y Felicidades Emilio.

Es la primera vez que escribo sobre aquellos días que empezaron justamente hace un año. No esperaba a Emilio hasta cinco semanas más tarde, pero mi pequeño no quiso esperar más y llegó al mundo el 17 de agosto de 2013. Tuve tiempo para asimilar que iba a dar a luz, ya que ingresé con rotura de bolsa pero sin contracciones, y hasta que no pasaran 24 horas no me inducirían el parto, si éstas no venían por sí solas. El personal del hospital también estaba preparado para un parto prematuro. La neonatóloga llegó en cuanto empezaron los pujos. Ella sería quien comprobara que el bebé estaba bien nada más nacer. Eso me tranquilizó. Tras el momento álgido del parto, ver a mi hijo, cogerlo de entre mis piernas, cordón umbilical colgando, y ponerlo sobre mi pecho unos segundos, la especialista lo llevó a otra mesa, a metro y medio de distancia. Mi marido la siguió. “Todo está bien. Pesa 2,590. Os lo vais a llevar a casa”. Él lo cogió entre sus brazos y vino a contármelo sonriendo. “Nos lo llevamos, cariño”.  Pero no pudo ser.

Distrés respiratorio. Algo usual en bebés que nacen entre la semana 34 y 36 de gestación, semanas en las que los pulmones acaban de desarrollarse. Volví a coger a Emilio y ponerlo sobre mí, le escuchaba un leve gemido, como un maullido, al respirar. Esperamos casi una hora. Insistí en darle el pecho porque la matrona nos aconsejaba que así se le quitaría esa respiración y no se lo tendrían que llevar. Nos asustamos ante la posibilidad de que así fuera, pero por más que lo intenté, mi hijo no abrió a penas la boca. La neonatóloga volvió a la sala y se lo llevó de mis brazos apenas una hora después de nacer.

Así empezaron los días más largos de nuestras vidas. Yo permanecí un par de días más en el hospital, aunque no pisaba la habitación. Necesitaba descansar para recuperarme del parto, sí, pero podía más mi obstinación por ver a Emilio en aquel huevo de cristal, sentirme cerca de él, acariciarle mínimamente con el dedo. La primera vez que lo vi no me impresionó la cantidad de tubitos o cables que iban y venían por su cuerpecito, ni la cantidad de cunitas similares que había alrededor, de hecho creo que ni las vi. Lo único que me chocaba era no poder tenerle. Mi cabeza lo asimiló perfectamente. Mi corazón no.


La noche antes de darme el alta, nos chocó que no nos dejaran entrar a verle antes de irse mi marido a casa y yo subirme a la planta de maternidad. Esperamos fuera una media hora eterna, hasta que la doctora nos llamó a su despacho. Habían entubado a Emilio para proporcionarle  surfactante, necesario para sus pulmones, y no nos habían dejado entrar para que no lo viéramos así sin explicarnos antes porqué. Lo tendría un par de horas. Nos tranquilizó y me dijo que fuera a descansar, que si pasara algo durante la administración, subiría a avisarme. Unas horas después llamaron a la puerta de la habitación. Era ella, mi madre y yo nos asustamos, pero la doctora entró sonriendo a darnos la noticia de que todo había salido bien y me pidió que esa noche, me sacara leche en todas las tomas porque al día siguiente intentarían que Emilio empezase a comer solo. Llamé a mi marido en seguida. Empezaban las buenas noticias, aunque éstas llegaran a cuenta gotas. Con cada una de ellas, era inevitable derramar alguna lágrima. Yo las derramaba todas.

Lo peor fue volver a casa sin él. Dormir la primera noche sin sentirle dentro, revolviéndose, ni fuera, a mi lado. Esa primera semana realmente viví como un auténtico zombi. Cada tres horas iba al hospital a sacarme leche para que le prepararan los biberones a Emilio. La rutina de cada día era: sacarme a las 6, dormir algo, ducha, desayuno, sacarme leche a las 9, volver al hospital, entregar la leche, ver a Emilio un par de minutos tras esperar que las enfermeras terminaran de lavarles, cambiarles, y lo que tocara; a las 12 subir a la sala de sacaleches, a lo propio, y dejarla en la nevera; bajar a ver otro par de minutos al bebé; esperar la consulta del pediatra, junto a los demás padres, en el pasillo ante la sala de Neonatos, ya que no llamaban siguiendo ningún orden que supiéramos y desde la 1.30 hasta las 2.30 del medio día allí estábamos todos esperando a las buenas o a las malas nuevas; tras ello, a comer a la cafetería, porque a las 3 subía de nuevo a sacarme leche y meterla en la nevera; después volver a casa, intentar descansar media hora, merendar y volver antes de las 6 al hospital para poder ver a tu hijo antes de la toma; sacarte leche; volver a intentar verle; irte a regañadientes del hospital para volver a casa a cenar e intentar descansar. Así día tras día. Por las noches, me levantaba en dos de sus tomas para sacarme también y acostumbrar el pecho, momento que aprovechaba para ver los vídeos que le hacíamos cuando íbamos a verle a su huevito de cristal. Por las mañanas, en la sala de biberones recogían la leche que les traía y me daban nuevos biberones de cristal para llenar de nuevo, cada uno con el nombre y número de paciente de Emilio. La verdad es que eran muy comprensivas y nos enseñaron cómo hay que conservar la leche, las pautas de limpieza y esterilización del material, etc. Por suerte, en la alimentación avanzaba a muy buen ritmo. En cuanto a los demás parámetros que había que vigilar, casi nunca supe nada, agradezco enormemente a mi marido que fuera él quien hablara todo el tiempo con el equipo de la UCI de Neonatos. Cuando iba al hospital, sólo me concentraba en mirarle y mirarle, todas las veces que pudiera. Las enfermeras nos informaban de lo que podían: “Ya le han quitado lo de la nariz, respira por sí solo”, “Hoy nos ha dado una guerra para ponerle la vía del pie…”, “Vuestro hijo es un sol, ¡y qué bien se toma los biberones!”, siempre con una sonrisa amable, sin dejar de hacer su trabajo en ningún momento. Nosotros seguíamos su protocolo de desinfección de manos y brazos hasta el codo cada vez que entrábamos, abrir las puertecitas de la incubadora para acariciarle siempre pidiendo permiso, no molestar a los bebés de las demás incubadoras, etc. Mi madre se encargó de todo lo concerniente a la casa, a los preparativos que aún no se habían terminado por el adelanto del bebé, en obligarme a descansar y comer bien, en distraerme. Espero poder compensarle tanto esfuerzo algún día. Entre ambos, mi marido y mi madre, y el resto de la familia, se hizo más llevadero. Fácil no fue. Pero cada visita, que procuraban fuera en su justa medida, nos daba calor y nos animaba a tener paciencia en esos días. Desde aquí se lo agradecemos a ambas familias. Intentamos ser fuertes los dos, cada uno a nuestro modo, y sin ellos, todo hubiera sido más cuesta arriba.

Pasado lo peor, con los niveles de oxígeno medianamente estables, sacaron al peque de la UCI y lo pasaron a una sala donde las cunitas ya estaban abiertas y los padres ya podían interactuar con sus bebés. Por fin volví a tenerlo entre mis brazos, y ahora ya sí podía darle yo misma sus tomas del día. Fue un cambio enorme para mí y mi marido. Ya quedaba menos. Así conocí mejor a las madres de los demás prematuros. Emilio era “el gordo” de Neonatos. Los demás bebés no llegaban ninguno a los 2kg. El que más tiempo llevaba en la unidad era una pequeña bebé que cumplió los 40 días de vida estando nosotros allí todavía. En la UCI habíamos dejado a otra bebé nacida con 29 semanas, un par de días después que Emilio. Estuvo ingresada 80 días. Cada madre, cada bebé, tenía una historia. Nos sentábamos todas en una sala y la enfermera de turno nos traía a los bebés de tres en tres, cual muñecos de trapo. Cinco minutos de pecho y 10 de biberón. Tenían que bebérselo enteros. Con los que no lo conseguían, volvía la enfermera y se los llevaba para dárselo ella. Era esencial que cumplieran las tomas. Los 15 minutos más felices de esos días. Allí las mamás sonreíamos tranquilas, les mirábamos embobadas, reíamos con las caras que ponían unos y otros, bromeábamos con la forma en que echaban el aire… Sólo nosotras podíamos entendernos, queríamos aprovechar  cada minuto con ellos. Las enfermeras, nos ayudaban los primeros días, nos decían que ocurría si tenían hipo, o nos aconsejaban cómo echaban mejor los gases. Tras la toma de las 12 venía otro de los momentos grandes del día. Los papás, entraban junto a las mamás a la sala de las cunitas y compartíamos el momento del cambio de pañal, limpiarles, vestirlos y acostarlos. Después aprovechábamos y les arrullábamos hasta que se dormían. Poco a poco iban cambiando las caras, unos bebés se iban y otros venían, cada uno (o unos –mellizos, trillizos) con un caso diferente.

Hasta que nos llegó el turno a nosotros. Emilio llevaba ya dos semanas en el hospital. Era viernes y pensábamos que hasta el lunes siguiente no nos dirían nada. Normalmente, dependiendo de la doctora que nos tocara en la consulta diaria, nos informaban del estado del niño dándonos más esperanzas o menos. Realmente no le iban a dar el alta hasta estar completamente seguros de que Emilio no tuviera que volver al hospital. En la última consulta, no habían sido muy esperanzadores en cuanto al alta. Mi pequeño debía tener un nivel de oxígeno constante para que se la dieran. Ese viernes entramos en la sala de lactancia todas las mamás, a la toma de las 12. La enfermera llegó repartiendo bebés y, al darme a mi hijo me anunció: “Emilio ya se va esta tarde”. No esperé nada más. Se lo arranqué de las manos y salí al pasillo con él, llorando a lágrima viva. Al otro lado, tras una puerta de cristal, mi marido esperaba, pensó que pasaba algo, y ya le grité sin fuerzas, “Nos vamos, cariño, nos lo llevamos hoy”. Cuando volví a salir de la sala, mi madre, mis suegros, estaban fuera esperando con una sonrisa de oreja a oreja. Los abuelos sólo habían podían entrar en domingo a ver a los bebés, y sólo se les permitía una visita por domingo, una persona. Horas más tarde, tras la consulta diaria en la que la pediatra nos dio el alta y las indicaciones a seguir (limpieza de manos, control de visitas, vigilar respiración, …) mi marido y yo entramos en la sala, a cambiarle el pañal por última vez en ese lugar, a vestirle por primera vez con su ropita, y sacarle de allí de una vez por todas. Por fin nos lo llevábamos a casa.

Durante este año, los controles han sido más exhaustivos y menos escalonados que los de un bebé nacido a término. Han tenido que verle varios especialistas, incluido el cardiólogo, y el control ha sido mensual. La neonatóloga que le llevaba a él sigue haciéndole sus revisiones. Mil gracias a todo el equipo de neonatos del Hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres. Por suerte todo ha ido bien. Emilio parece haber pasado ya los límites de bebé prematuro en lo que se refiere a peso y estatura y por lo demás, aprende paso a paso como cualquier otro niño.


 Ahora acaba de cumplir su primer añito de vida, y veo esos días tan lejanos, tan borrosos… Ni siquiera he vuelto a ver los videos que le grabamos entonces, dentro de la incubadora, moviéndose, respirando, arrancándose los cablecitos del pecho, o quitándose el tubito de la nariz. Sin embargo, nunca olvidaré el momento en que abrió los ojos por primera vez y nos miró a su padre y a mí, ese día que tanto había llorado según las enfermeras y que se calmó nada más tocarle nosotros, una manita suya para cada uno. Ese día no había tubos, ni cables ni esparadrapos, ni paredes de cristal entre nosotros, solos papá, mamá y Emilio

1 comentario: