Emilio prematuro de 35 semanas, es un bebé feliz y sano que cuenta con un añito de vida. Su mamá Nuria, ha querido transmitirnos los largos días vividos de hospitalización en la unidad de Neonatos.
Quiénes hemos vivido esta difícil experiencia sentimos cada frase del texto. La sensación de manos vacías al volver a casa es dura, pero no hay que bajar los brazos nunca, hay que luchar por ell@s, transmitiendo toda la energía que necesitan y sin olvidarnos de Sonreir ;-)
Gracias Nuria desde APREMEX y Felicidades Emilio.
Es la primera vez que escribo sobre aquellos días que
empezaron justamente hace un año. No esperaba a Emilio hasta cinco semanas más
tarde, pero mi pequeño no quiso esperar más y llegó al mundo el 17 de agosto de
2013. Tuve tiempo para asimilar que iba a dar a luz, ya que ingresé con rotura
de bolsa pero sin contracciones, y hasta que no pasaran 24 horas no me
inducirían el parto, si éstas no venían por sí solas. El personal del hospital
también estaba preparado para un parto prematuro. La neonatóloga llegó en
cuanto empezaron los pujos. Ella sería quien comprobara que el bebé estaba bien
nada más nacer. Eso me tranquilizó. Tras el momento álgido del parto, ver a mi
hijo, cogerlo de entre mis piernas, cordón umbilical colgando, y ponerlo sobre
mi pecho unos segundos, la especialista lo llevó a otra mesa, a metro y medio
de distancia. Mi marido la siguió. “Todo está bien. Pesa 2,590. Os lo vais a
llevar a casa”. Él lo cogió entre sus brazos y vino a contármelo sonriendo.
“Nos lo llevamos, cariño”. Pero no pudo
ser.
Distrés respiratorio. Algo usual en bebés que nacen
entre la semana 34 y 36 de gestación, semanas en las que los pulmones acaban de
desarrollarse. Volví a coger a Emilio y ponerlo sobre mí, le escuchaba un leve
gemido, como un maullido, al respirar. Esperamos casi una hora. Insistí en
darle el pecho porque la matrona nos aconsejaba que así se le quitaría esa
respiración y no se lo tendrían que llevar. Nos asustamos ante la posibilidad
de que así fuera, pero por más que lo intenté, mi hijo no abrió a penas la
boca. La neonatóloga volvió a la sala y se lo llevó de mis brazos apenas una
hora después de nacer.
Así empezaron los días más largos de nuestras vidas.
Yo permanecí un par de días más en el hospital, aunque no pisaba la habitación.
Necesitaba descansar para recuperarme del parto, sí, pero podía más mi
obstinación por ver a Emilio en aquel huevo de cristal, sentirme cerca de él,
acariciarle mínimamente con el dedo. La primera vez que lo vi no me impresionó
la cantidad de tubitos o cables que iban y venían por su cuerpecito, ni la
cantidad de cunitas similares que había alrededor, de hecho creo que ni las vi.
Lo único que me chocaba era no poder tenerle. Mi cabeza lo asimiló
perfectamente. Mi corazón no.
La noche antes de darme el alta, nos chocó que no nos
dejaran entrar a verle antes de irse mi marido a casa y yo subirme a la planta
de maternidad. Esperamos fuera una media hora eterna, hasta que la doctora nos
llamó a su despacho. Habían entubado a Emilio para proporcionarle surfactante, necesario para sus pulmones, y no
nos habían dejado entrar para que no lo viéramos así sin explicarnos antes
porqué. Lo tendría un par de horas. Nos tranquilizó y me dijo que fuera a
descansar, que si pasara algo durante la administración, subiría a avisarme. Unas
horas después llamaron a la puerta de la habitación. Era ella, mi madre y yo
nos asustamos, pero la doctora entró sonriendo a darnos la noticia de que todo
había salido bien y me pidió que esa noche, me sacara leche en todas las tomas
porque al día siguiente intentarían que Emilio empezase a comer solo. Llamé a
mi marido en seguida. Empezaban las buenas noticias, aunque éstas llegaran a
cuenta gotas. Con cada una de ellas, era inevitable derramar alguna lágrima. Yo
las derramaba todas.
Lo peor fue volver a casa sin él. Dormir la primera
noche sin sentirle dentro, revolviéndose, ni fuera, a mi lado. Esa primera
semana realmente viví como un auténtico zombi. Cada tres horas iba al hospital
a sacarme leche para que le prepararan los biberones a Emilio. La rutina de
cada día era: sacarme a las 6, dormir algo, ducha, desayuno, sacarme leche a
las 9, volver al hospital, entregar la leche, ver a Emilio un par de minutos
tras esperar que las enfermeras terminaran de lavarles, cambiarles, y lo que
tocara; a las 12 subir a la sala de sacaleches, a lo propio, y dejarla en la
nevera; bajar a ver otro par de minutos al bebé; esperar la consulta del
pediatra, junto a los demás padres, en el pasillo ante la sala de Neonatos, ya
que no llamaban siguiendo ningún orden que supiéramos y desde la 1.30 hasta las
2.30 del medio día allí estábamos todos esperando a las buenas o a las malas
nuevas; tras ello, a comer a la cafetería, porque a las 3 subía de nuevo a
sacarme leche y meterla en la nevera; después volver a casa, intentar descansar
media hora, merendar y volver antes de las 6 al hospital para poder ver a tu
hijo antes de la toma; sacarte leche; volver a intentar verle; irte a
regañadientes del hospital para volver a casa a cenar e intentar descansar. Así
día tras día. Por las noches, me levantaba en dos de sus tomas para sacarme
también y acostumbrar el pecho, momento que aprovechaba para ver los vídeos que
le hacíamos cuando íbamos a verle a su huevito de cristal. Por las mañanas, en
la sala de biberones recogían la leche que les traía y me daban nuevos
biberones de cristal para llenar de nuevo, cada uno con el nombre y número de
paciente de Emilio. La verdad es que eran muy comprensivas y nos enseñaron cómo
hay que conservar la leche, las pautas de limpieza y esterilización del
material, etc. Por suerte, en la alimentación avanzaba a muy buen ritmo. En
cuanto a los demás parámetros que había que vigilar, casi nunca supe nada,
agradezco enormemente a mi marido que fuera él quien hablara todo el tiempo con
el equipo de la UCI de Neonatos. Cuando iba al hospital, sólo me concentraba en
mirarle y mirarle, todas las veces que pudiera. Las enfermeras nos informaban
de lo que podían: “Ya le han quitado lo de la nariz, respira por sí solo”, “Hoy
nos ha dado una guerra para ponerle la vía del pie…”, “Vuestro hijo es un sol,
¡y qué bien se toma los biberones!”, siempre con una sonrisa amable, sin dejar
de hacer su trabajo en ningún momento. Nosotros seguíamos su protocolo de
desinfección de manos y brazos hasta el codo cada vez que entrábamos, abrir las
puertecitas de la incubadora para acariciarle siempre pidiendo permiso, no
molestar a los bebés de las demás incubadoras, etc. Mi madre se encargó de todo
lo concerniente a la casa, a los preparativos que aún no se habían terminado
por el adelanto del bebé, en obligarme a descansar y comer bien, en distraerme.
Espero poder compensarle tanto esfuerzo algún día. Entre ambos, mi marido y mi
madre, y el resto de la familia, se hizo más llevadero. Fácil no fue. Pero cada
visita, que procuraban fuera en su justa medida, nos daba calor y nos animaba a
tener paciencia en esos días. Desde aquí se lo agradecemos a ambas familias. Intentamos
ser fuertes los dos, cada uno a nuestro modo, y sin ellos, todo hubiera sido
más cuesta arriba.
Pasado lo peor, con los niveles de oxígeno
medianamente estables, sacaron al peque de la UCI y lo pasaron a una sala donde
las cunitas ya estaban abiertas y los padres ya podían interactuar con sus
bebés. Por fin volví a tenerlo entre mis brazos, y ahora ya sí podía darle yo
misma sus tomas del día. Fue un cambio enorme para mí y mi marido. Ya quedaba
menos. Así conocí mejor a las madres de los demás prematuros. Emilio era “el
gordo” de Neonatos. Los demás bebés no llegaban ninguno a los 2kg. El que más
tiempo llevaba en la unidad era una pequeña bebé que cumplió los 40 días de
vida estando nosotros allí todavía. En la UCI habíamos dejado a otra bebé
nacida con 29 semanas, un par de días después que Emilio. Estuvo ingresada 80
días. Cada madre, cada bebé, tenía una historia. Nos sentábamos todas en una
sala y la enfermera de turno nos traía a los bebés de tres en tres, cual
muñecos de trapo. Cinco minutos de pecho y 10 de biberón. Tenían que bebérselo
enteros. Con los que no lo conseguían, volvía la enfermera y se los llevaba
para dárselo ella. Era esencial que cumplieran las tomas. Los 15 minutos más
felices de esos días. Allí las mamás sonreíamos tranquilas, les mirábamos
embobadas, reíamos con las caras que ponían unos y otros, bromeábamos con la
forma en que echaban el aire… Sólo nosotras podíamos entendernos, queríamos
aprovechar cada minuto con ellos. Las
enfermeras, nos ayudaban los primeros días, nos decían que ocurría si tenían
hipo, o nos aconsejaban cómo echaban mejor los gases. Tras la toma de las 12
venía otro de los momentos grandes del día. Los papás, entraban junto a las
mamás a la sala de las cunitas y compartíamos el momento del cambio de pañal,
limpiarles, vestirlos y acostarlos. Después aprovechábamos y les arrullábamos
hasta que se dormían. Poco a poco iban cambiando las caras, unos bebés se iban
y otros venían, cada uno (o unos –mellizos, trillizos) con un caso diferente.
Hasta que nos llegó el turno a nosotros. Emilio
llevaba ya dos semanas en el hospital. Era viernes y pensábamos que hasta el
lunes siguiente no nos dirían nada. Normalmente, dependiendo de la doctora que
nos tocara en la consulta diaria, nos informaban del estado del niño dándonos
más esperanzas o menos. Realmente no le iban a dar el alta hasta estar
completamente seguros de que Emilio no tuviera que volver al hospital. En la
última consulta, no habían sido muy esperanzadores en cuanto al alta. Mi
pequeño debía tener un nivel de oxígeno constante para que se la dieran. Ese
viernes entramos en la sala de lactancia todas las mamás, a la toma de las 12.
La enfermera llegó repartiendo bebés y, al darme a mi hijo me anunció: “Emilio
ya se va esta tarde”. No esperé nada más. Se lo arranqué de las manos y salí al
pasillo con él, llorando a lágrima viva. Al otro lado, tras una puerta de
cristal, mi marido esperaba, pensó que pasaba algo, y ya le grité sin fuerzas,
“Nos vamos, cariño, nos lo llevamos hoy”. Cuando volví a salir de la sala, mi
madre, mis suegros, estaban fuera esperando con una sonrisa de oreja a oreja.
Los abuelos sólo habían podían entrar en domingo a ver a los bebés, y sólo se
les permitía una visita por domingo, una persona. Horas más tarde, tras la
consulta diaria en la que la pediatra nos dio el alta y las indicaciones a
seguir (limpieza de manos, control de visitas, vigilar respiración, …) mi
marido y yo entramos en la sala, a cambiarle el pañal por última vez en ese
lugar, a vestirle por primera vez con su ropita, y sacarle de allí de una vez
por todas. Por fin nos lo llevábamos a casa.
Durante este año, los controles han sido más exhaustivos
y menos escalonados que los de un bebé nacido a término. Han tenido que verle
varios especialistas, incluido el cardiólogo, y el control ha sido mensual. La
neonatóloga que le llevaba a él sigue haciéndole sus revisiones. Mil gracias a
todo el equipo de neonatos del Hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres. Por
suerte todo ha ido bien. Emilio parece haber pasado ya los límites de bebé
prematuro en lo que se refiere a peso y estatura y por lo demás, aprende paso a
paso como cualquier otro niño.
Ahora acaba de
cumplir su primer añito de vida, y veo esos días tan lejanos, tan borrosos… Ni
siquiera he vuelto a ver los videos que le grabamos entonces, dentro de la
incubadora, moviéndose, respirando, arrancándose los cablecitos del pecho, o
quitándose el tubito de la nariz. Sin embargo, nunca olvidaré el momento en que
abrió los ojos por primera vez y nos miró a su padre y a mí, ese día que tanto
había llorado según las enfermeras y que se calmó nada más tocarle nosotros,
una manita suya para cada uno. Ese día no había tubos, ni cables ni
esparadrapos, ni paredes de cristal entre nosotros, solos papá, mamá y Emilio.
Gracias Nuria, y Felicidades Emilio!!
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